En
este punto, al haber pasado ya Plaza Italia, comienza la verdadera
odisea de la noche. Sigue lloviendo sobre esta costa del río y
debo esperar que llegue el bondi, hay muchas cosas más en las
que seguir pensando mientras tanto.
Santa
Fe está plagada de publicidades de tiendas de ropa y nuevas marcas de perfume,
diseñados bajo la más estricta confidencialidad de los laboratorios secretos
que se encuentran bajo el Montblanc en los Alpes, protegidos por batallones
enteros de soldados de la OTAN. En la mayoría de estos carteles, mujeres casi desnudas,
al igual que en los enormes carteles sobre las autopistas, son las artífices
materiales, detrás de las cuales hay un fotógrafo, un creativo, una junta directiva y varias oficinas de marketing
–también escondidas bajo el Montblanc-, en fin toda la sociedad, del falso
culto erótico de la imagen repetida hasta el cansancio de cuerpos desnudos que
no muestran más que carne y no producen en uno más que una instintiva atención
que solo dura algunos instantes; estos carteles, a pesar de tener casi
exclusivamente mujeres son la mejor manera de publicitar cosas
que han encontrado los creativos, que
manejan el mundo que nos rodea, para hacer llegar su mensaje al público urbano
femenino que los ve día tras días; triste realidad de ídolos ploteados ¿es este lugar a donde ha
caído la liberación femenina por
uso del sistema?: “los últimos residuos de la caída del
feminismo”, como dice Houellebecq en su Extensión
del campo de batalla, novela bourdieana (?),
si las hay.
La
época en la que vivimos, intenta eliminar el romance –y esto, por supuesto, no
pretende ser la defensa de un romanticismo bobo, dulce hasta la diabético e inexistente- por poco
útil, o por peligroso para la ya de por sí frágil, estabilidad emocional de las
personas, que se enfrentan en los distintos campos
de batalla que se les plantean en su vida social y que en ellos pueden triunfar
frente a los demás, como fracasar estrepitosamente, de la misma manera y al día
siguiente tener que volver a ir a laburar –y sobre esto, estoy seguro, se
estructura toda la psiquiatría y farmacopea occidental del momento: no hay
jornada laboral que no pueda ser enfrentada con parsimonia y sin esa depresión tan fea: “tome un alplax, al despertar por la mañana
se sentirá mejor... ahora también en chupetines”.
Publicidad de Coca Cola en la película "Blade Runner", Riddley Scott, 1982. |
Publicidad de Coca Cola, Avenida 9 de Julio, Buenos Aires, 2012. |
Erigido por un sistema de conquista estructurado a través del intercambio de bienes materiales o simbólicos entre las personas –es decir que no existe en la enorme mayoría de los casos el sexo por el sexo, el “vamo’ a coger” sin antes haberle dado algo a alguien- el sexo casi siempre se constituye como el intercambio, momentáneo del uso de bienes de difícil acceso: un pene o una vagina, palabras tan espantosas al pensarlas y al decirlas, que parecen hasta haber sido creadas en alguna reunión conspiradora de Acción Católica en los sótanos de alguna residencia de los de sotana, para evitar que la gente se ponga a hablar de un asunto que solo puede ser tratado “seriamente” utilizando esos términos.
Henry
Miller –quisiera creer-, lloraría sobre el semen y los fluidos derramados en
noches vividas como la realización idiota de esa idea del sexo como el acceso a
los genitales de otro; Miller nos gritaría, pegándonos cachetadas para intentar
despabilarnos de este ensueño de LEDs, en el que estamos sumergidos, sometidos
y autoengañados, de forma trágica, sin darnos cuenta la mayor parte del tiempo.
-¡Una
cosa es hacer el amor, muchachos; otra cosa es coger, disfrutar del otro como
una masturbación entre dos, o más, y nada más; y otra cosa es coger como si
estuviera haciendo el amor, la forma más refinada de hacerlo, a todas horas,
con cualquiera con quien se desee hacerlo, pero llevando el contacto de los
genitales, al grado de la explosión mental,
de los ataques espasmódicos por todo el cuerpo y el alma!- nos diría Miller
-¡Ustedes no hacen ninguna de las tres, imbéciles!- nos gritaría, levantándonos a golpes de lectura de nuestros cómodos culos, esos
asientos de carne que nos preceden; nos llevaría a buscar a alguien y nos
demostraría cómo se agita el corazón y la mente en cada penetración, cómo es coger
haciendo el amor, no solo para uno o para el otro, si no para la sociedad
entera –y cuán distinta sería la sociedad si todos lo hiciéramos así.
Y nos dijo en verdad: "El sexo es una de las nueve razones para la reencarnación...las otras ocho no importan". Esta cita fue adaptada, por decirlo de alguna manera por Woody Allen: "Existen dos cosas muy importantes en el mundo: una es el sexo, de la otra no me acuerdo"
O
no, puede que tal vez no, Miller no fue Orwell y eso siempre me genera un
escozor insoportable en las neuronas cada vez que lo leo. Él, el hombre de los Trópicos, lo pensaría, lo escribiría,
hasta se rasgaría las vestiduras en la tinta que le da forma a “Miller”, el concepto que todos sus
lectores podemos tener de él, pero ese Miller,
el escritor consagrado a la reflexión sobre la decadencia de la civilización
occidental moderna, perverso y maravilloso ladrón, o reencarnación,
estadounidense de Dostoievski, no movería un pelo de su cabeza ni de su culo
por cambiar esta situación, más allá del alcance de sus brazos.
Miller habiendo estado muerto por más tiempo del que yo llevo vivo, es un escritor que amo, al mismo tiempo que es un idiota y quizá, uno de los más grandes incluso.
La
lluvia ya se detuvo hace un rato, pero todo lo que es, bajo el cielo porteño,
sigue cubierto por una fina capa de gotas; las esquinas son pequeñas lagunitas
palermitanas por fuera de sus bosques y por suerte todavía no se dejan ver los
gomones ni los, tan graciosos en cada inundación del barrio, que van con sus
canoas o kayaks.
En
cuanto se abre un espacio en blanco en la perspectiva de mis pensamientos, el
espacio mental imaginario se ocupa con placer.
Sofía,
sus ojos claros incluso entre la oscura confusión, sus labios carmesí sobre los
que podría dormir cien años en la más perfecta paz si el mundo nos dejara, la
punta de sus dedos sobre la que por momentos gira el mundo, todo lo que es y
todo lo que creo y siento sobre ella, es una contingencia con la que mi mente,
y todo el resto de mí, tiene que lidiar; como la luz intermitente de las
luciérnagas en la noche de la mente, demuestra su verdadero poder: aparecer sin
ser buscada, de improviso, cuando ya nadie tiene la esperanza de que llegue o
todos se han acostumbrado al pesado y espectral silencio de su ausencia.
El
problema de Sofía es que es volátil (¿Quién no? por otro lado) , se disipa tan rápida y majestuosamente en
un instante, como el humo de los cigarrillos que esos labios suyos besan -¡qué
lujo esos labios!- los cuarenta ladrones se matarían entre ellos por
conseguirlos si estuvieran al tanto de su existencia, Mendoza y Garay,
poniéndolos en el mismo nivel del oro que el resto de sus colegas perseguían,
llegaron a estas costas rivereñas y australes luego de oír la leyenda de esos
labios y por haber llegado cientos de años más temprano, frustraros fundaron
dos veces la ciudad con la intención de mantener la guardia intacta hasta que
aparecieran; en busca de esos labios que a cada beso hacen una oda, muchos
hombres y mujeres se han perdido en estas pampas.
Como
si el mundo y la ciudad, como si todo de lo que vengo hablando, se desvanecieran,
cuando estoy entre sus brazos, me siento bien.
Bajo
el Puente Pacífico, por el que pasa el tren cuyas vías, si uno las caminara
cruzando pampas, sierras e internándose en la profunda y alta montaña, lo
llevarían a uno al corazón de los Andes argentinos –si es que se puede hablar
de algo tan estúpido como Andes
Argentinos-, donde la montaña llora un río de aguas amarronadas y turbias
que transforman en piedra todo lo que en su apuro por hacerle caso a la
gravedad bañan y donde el punto más alto del planeta, fuera de los Himalaya
asiáticos, se encuentra, y luego Chile, con la imagen de la ciudad de Los Andes
y su pradera en verano, que viene a mi cabeza, campos y montes, tallados por
los artesanos del olimpo sudamericano; bajo ese puente palermitano, sobre el
arroyo encajonado y pavimentado, nos besamos por primera vez, sentí allí cómo
el hierro al rojo vivo de sus labios marcaba mi carne por el resto del tiempo
existente, no solo por el resto de mi vida, pues luego de muerto, los médicos
forenses podrán encontrar en la carne que queda luego de esta persona que escribe,
la marca obscena y profunda del beso de Sofía.
Ella
es volátil como el resto de nosotros, vive bajo las mismas reglas aunque
las rechace, duerme dentro de una caja de zapatos en una torre llena de ellos,
mira por la ventana durante la noche observando cómo la gente va de un lado
para el otro por la calle y entre los árboles del parque; estuvo deprimida y
alegre como todos nosotros, es una habitante más del subsuelo, a su manera, y
marca terreno abriendo con la fuerza y energía de su voz el espacio que
atraviesa; tiene la suerte de ser hermosa en un mundo construido sobre la
estética y la desgracia de ser inteligente y sensible en un mundo que hará todo
lo posible para ignorar o desprestigiar todo lo que piense o sienta.
No
existe ser en el universo que pueda sintetizar en palabras todo lo que esos
labios pueden producir en mí, o en cualquier otra persona; por lo que mejor,
sencilla y sensatamente, humilde ante la visión de imposibilidad de la
verbalización de estos sentimientos que queman dentro, me llamo al silencio, para
no desperdiciar aire en algo inútil.
Pero
bueno, desde esta parada, frente al regimiento de payasos uniformados y armados
firmes para la defensa de la República y la Avenida Campos, puedo ver que allí
bajo el puente que ya no va hacia el Pacífico, se acerca, finalmente, el bondi.
La noche todavía sigue, solo comienza en cuanto me suba al bondi, su etapa final;
a pesar de ello, mis palabras terminarán, de forma tal vez abrupta, acá.
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