viernes, 24 de mayo de 2013

Hasta que llegue el bondi (Parte III, final)

En este punto, al haber pasado ya Plaza Italia, comienza la verdadera odisea de la noche. Sigue lloviendo sobre esta costa del río y debo esperar que llegue el bondi, hay muchas cosas más en las que seguir pensando mientras tanto.

Santa Fe está plagada de publicidades de tiendas de ropa y nuevas marcas de perfume, diseñados bajo la más estricta confidencialidad de los laboratorios secretos que se encuentran bajo el Montblanc en los Alpes, protegidos por batallones enteros de soldados de la OTAN. En la mayoría de estos carteles, mujeres casi desnudas, al igual que en los enormes carteles sobre las autopistas, son las artífices materiales, detrás de las cuales hay un fotógrafo, un creativo, una junta directiva y varias oficinas de marketing –también escondidas bajo el Montblanc-, en fin toda la sociedad, del falso culto erótico de la imagen repetida hasta el cansancio de cuerpos desnudos que no muestran más que carne y no producen en uno más que una instintiva atención que solo dura algunos instantes; estos carteles, a pesar de tener casi exclusivamente mujeres son la mejor manera de publicitar cosas que han encontrado los creativos, que manejan el mundo que nos rodea, para hacer llegar su mensaje al público urbano femenino que los ve día tras días; triste realidad de ídolos ploteados ¿es este lugar a donde ha caído la liberación femenina por uso del sistema?:  “los últimos residuos de la caída del feminismo”, como dice Houellebecq en su Extensión del campo de batalla, novela bourdieana (?), si las hay.

La época en la que vivimos, intenta eliminar el romance –y esto, por supuesto, no pretende ser la defensa de un romanticismo bobo, dulce hasta la diabético e inexistente- por poco útil, o por peligroso para la ya de por sí frágil, estabilidad emocional de las personas, que se enfrentan en los distintos campos de batalla que se les plantean en su vida social y que en ellos pueden triunfar frente a los demás, como fracasar estrepitosamente, de la misma manera y al día siguiente tener que volver a ir a laburar –y sobre esto, estoy seguro, se estructura toda la psiquiatría y farmacopea occidental del momento: no hay jornada laboral que no pueda ser enfrentada con parsimonia y sin esa depresión tan fea“tome un alplax, al despertar por la mañana se sentirá mejor... ahora también en chupetines”.

Publicidad de Coca Cola en la película "Blade Runner", Riddley Scott, 1982. 
Publicidad de Coca Cola, Avenida 9 de Julio, Buenos Aires, 2012.
La sociedad pensada como la superoferta de bienes materiales y simbólicos de, único casi, valor estético, para la consagración de los individuos dentro de una escala jerarquizadora, a partir del acceso a determinados bienes, según la particularidad de cada campo –la Sociedad Supermercado de la que habló Houellebecq- y la publicidad, pilar fundamental del funcionamiento de la sociedad –mezcla de distopía ciberpunk a solo años de poder concretarse y la cruda realidad tangible que nos rodea a cada instante- de los albores del siglo XXI, aplastan al sexo bajo el yugo neoliberal de la prestación de los genitales ajenos para uso de uno. 

Erigido por un sistema de conquista estructurado a través del intercambio de bienes materiales o simbólicos entre las personas –es decir que no existe en la enorme mayoría de los casos el sexo por el sexo, el “vamo’ a coger” sin antes haberle dado algo a alguien- el sexo casi siempre se constituye como el intercambio, momentáneo del uso de bienes de difícil acceso: un pene o una vagina, palabras tan espantosas al pensarlas y al decirlas, que parecen hasta haber sido creadas en alguna reunión conspiradora de Acción Católica en los sótanos de alguna residencia de los de sotana, para evitar que la gente se ponga a hablar de un asunto que solo puede ser tratado “seriamente” utilizando esos términos.

Henry Miller –quisiera creer-, lloraría sobre el semen y los fluidos derramados en noches vividas como la realización idiota de esa idea del sexo como el acceso a los genitales de otro; Miller nos gritaría, pegándonos cachetadas para intentar despabilarnos de este ensueño de LEDs, en el que estamos sumergidos, sometidos y autoengañados, de forma trágica, sin darnos cuenta la mayor parte del tiempo.

-¡Una cosa es hacer el amor, muchachos; otra cosa es coger, disfrutar del otro como una masturbación entre dos, o más, y nada más; y otra cosa es coger como si estuviera haciendo el amor, la forma más refinada de hacerlo, a todas horas, con cualquiera con quien se desee hacerlo, pero llevando el contacto de los genitales, al grado de la explosión mental, de los ataques espasmódicos por todo el cuerpo y el alma!- nos diría Miller 

-¡Ustedes no hacen ninguna de las tres, imbéciles!- nos gritaría, levantándonos a golpes de lectura de nuestros cómodos culos, esos asientos de carne que nos preceden; nos llevaría a buscar a alguien y nos demostraría cómo se agita el corazón y la mente en cada penetración, cómo es coger haciendo el amor, no solo para uno o para el otro, si no para la sociedad entera –y cuán distinta sería la sociedad si todos lo hiciéramos así.

Y nos dijo en verdad: "El sexo es una de las nueve razones para la reencarnación...las otras ocho no importan". Esta cita fue adaptada, por decirlo de alguna manera por Woody Allen: "Existen dos cosas muy importantes en el mundo: una es el sexo, de la otra no me acuerdo"

O no, puede que tal vez no, Miller no fue Orwell y eso siempre me genera un escozor insoportable en las neuronas cada vez que lo leo. Él, el hombre de los Trópicos, lo pensaría, lo escribiría, hasta se rasgaría las vestiduras en la tinta que le da forma a “Miller”, el concepto que todos sus lectores podemos tener de él, pero ese Miller, el escritor consagrado a la reflexión sobre la decadencia de la civilización occidental moderna, perverso y maravilloso ladrón, o reencarnación, estadounidense de Dostoievski, no movería un pelo de su cabeza ni de su culo por cambiar esta situación, más allá del alcance de sus brazos.

Miller habiendo estado muerto por más tiempo del que yo llevo vivo, es un escritor que amo, al mismo tiempo que es un idiota y quizá, uno de los más grandes incluso.

La lluvia ya se detuvo hace un rato, pero todo lo que es, bajo el cielo porteño, sigue cubierto por una fina capa de gotas; las esquinas son pequeñas lagunitas palermitanas por fuera de sus bosques y por suerte todavía no se dejan ver los gomones ni los, tan graciosos en cada inundación del barrio, que van con sus canoas o kayaks.

En cuanto se abre un espacio en blanco en la perspectiva de mis pensamientos, el espacio mental imaginario se ocupa con placer.

Sofía, sus ojos claros incluso entre la oscura confusión, sus labios carmesí sobre los que podría dormir cien años en la más perfecta paz si el mundo nos dejara, la punta de sus dedos sobre la que por momentos gira el mundo, todo lo que es y todo lo que creo y siento sobre ella, es una contingencia con la que mi mente, y todo el resto de mí, tiene que lidiar; como la luz intermitente de las luciérnagas en la noche de la mente, demuestra su verdadero poder: aparecer sin ser buscada, de improviso, cuando ya nadie tiene la esperanza de que llegue o todos se han acostumbrado al pesado y espectral silencio de su ausencia.

El problema de Sofía es que es volátil (¿Quién no? por otro lado) , se disipa tan rápida y majestuosamente en un instante, como el humo de los cigarrillos que esos labios suyos besan -¡qué lujo esos labios!- los cuarenta ladrones se matarían entre ellos por conseguirlos si estuvieran al tanto de su existencia, Mendoza y Garay, poniéndolos en el mismo nivel del oro que el resto de sus colegas perseguían, llegaron a estas costas rivereñas y australes luego de oír la leyenda de esos labios y por haber llegado cientos de años más temprano, frustraros fundaron dos veces la ciudad con la intención de mantener la guardia intacta hasta que aparecieran; en busca de esos labios que a cada beso hacen una oda, muchos hombres y mujeres se han perdido en estas pampas.

Como si el mundo y la ciudad, como si todo de lo que vengo hablando, se desvanecieran, cuando estoy entre sus brazos, me siento bien.

Bajo el Puente Pacífico, por el que pasa el tren cuyas vías, si uno las caminara cruzando pampas, sierras e internándose en la profunda y alta montaña, lo llevarían a uno al corazón de los Andes argentinos –si es que se puede hablar de algo tan estúpido como Andes Argentinos-, donde la montaña llora un río de aguas amarronadas y turbias que transforman en piedra todo lo que en su apuro por hacerle caso a la gravedad bañan y donde el punto más alto del planeta, fuera de los Himalaya asiáticos, se encuentra, y luego Chile, con la imagen de la ciudad de Los Andes y su pradera en verano, que viene a mi cabeza, campos y montes, tallados por los artesanos del olimpo sudamericano; bajo ese puente palermitano, sobre el arroyo encajonado y pavimentado, nos besamos por primera vez, sentí allí cómo el hierro al rojo vivo de sus labios marcaba mi carne por el resto del tiempo existente, no solo por el resto de mi vida, pues luego de muerto, los médicos forenses podrán encontrar en la carne que queda luego de esta persona que escribe, la marca obscena y profunda del beso de Sofía.

Ella es volátil como el resto de nosotros, vive bajo las mismas reglas aunque las rechace, duerme dentro de una caja de zapatos en una torre llena de ellos, mira por la ventana durante la noche observando cómo la gente va de un lado para el otro por la calle y entre los árboles del parque; estuvo deprimida y alegre como todos nosotros, es una habitante más del subsuelo, a su manera, y marca terreno abriendo con la fuerza y energía de su voz el espacio que atraviesa; tiene la suerte de ser hermosa en un mundo construido sobre la estética y la desgracia de ser inteligente y sensible en un mundo que hará todo lo posible para ignorar o desprestigiar todo lo que piense o sienta. 

No existe ser en el universo que pueda sintetizar en palabras todo lo que esos labios pueden producir en mí, o en cualquier otra persona; por lo que mejor, sencilla y sensatamente, humilde ante la visión de imposibilidad de la verbalización de estos sentimientos que queman dentro, me llamo al silencio, para no desperdiciar aire en algo inútil.

Pero bueno, desde esta parada, frente al regimiento de payasos uniformados y armados firmes para la defensa de la República y la Avenida Campos, puedo ver que allí bajo el puente que ya no va hacia el Pacífico, se acerca, finalmente, el bondi.

La noche todavía sigue, solo comienza en cuanto me suba al bondi, su etapa final; a pesar de ello, mis palabras terminarán, de forma tal vez abrupta, acá.

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