Todo
empezó con el sonido de un cigarro que se enciende –mientras tenía los ojos
cerrados pude ver dentro de mi cabeza, entre la meditación oscura y la sed de
tantas cosas juntas, de ese momento, al oír que sacaba un cigarro del paquete,
que tomaba el encendedor y que el tenso pulgar de la mano izquierda de Sofía
hacía girar la ruedita -esa que odio tan intensamente cuando se traba-, el
tabaco encendiéndose dentro del cigarro, su cálida luz aumentando, al inhalar,
hasta parecer una estrella en el cosmos encerrado que tengo en la cabeza, mientras
todavía el fuego del encendedor no se había separado del cigarro y por su boca,
Sofía, como siempre lo hace, respira fuego; con mis ojos entreabriéndose y la
luz de un azul pálido, que colgaba por sobre el box en el que nos encontrábamos,
de esa forma se dio el nuevo comienzo de la noche.
Tomé
un poco de tabaco del paquete de Pueblo,
un lillo y un pequeño filtro y comencé mi labor de artesano de mis propios
vicios; con el hábito y el paso del tiempo, uno desarrolla un estilo propio de
armado, un procedimiento y una técnica propia de la construcción de algo mucho
más complejo que un cigarro, pero meticulosa y paciente al fin; al principio
uno es torpe, no sabe cuánto tabaco utilizar, pierde el lillo entre sus propios
dedos, el filtro parece gigante y hasta le dan ganas a uno de fumarse un Gitanes y tirar todo a la mierda, pero
uno sigue, encuentra la manera de poner el lillo entre los dedos, de medir con
los ojos el tabaco que toma con los dedos y de ubicar el filtro, encuentra la
manera de hacerlo girar delicadamente sobre la punta de los dedos, sin que se
caiga, asegurándose de que las puntas inferiores se enrollen bajo la capa
superior del papel, pegándolo delicadamente luego de pasar la lengua, no
demasiado húmeda sobre el borde con pegamento; casi tan delicado como, espasmo
tras espasmo, entre contracción muscular y jadeo liberador, como aprender a
tocar el cuerpo de Sofía.
Sus
ojos claros, de un celeste lechoso bajo la luz sobre nosotros, de una
profundidad abisal, el par de cosas que más desearía ver cada mañana al
despertar, siguen al costado de su nariz, nada cambió en su rostro desde que
cerré los míos.
Su
mirada está perdida entre los rastros de humo que suben por el aire, buscando
algo que perdió hace ya mucho tiempo, que no sé qué es, y creo que ella
tampoco, pero que busca en todos lados, a todo momento.
Se
mastica, casi sin notarlo, la uña del pulgar izquierdo, su mente vuela, no creo
que tenga combustible para la vuelta;
Waits es lo único que podría sonar para hacer de este momento, de toda
la situación en este bar, en este box, entre el huno de los cigarros, entre las
miradas que no se encuentran porque, simplemente en este momento no lo desean,
un simple y extraño entramado de redundancias y alguien allá delante, donde la
gente disfruta de lo que sea, lo pone.
Siempre
deteste que la gente convirtiera en rituales cuasi religiosos sus salidas de
fin de semana; la fabricación de una rutina del ocio, de una banalización del
dejar salir el aire que uno aguanta dentro de los pulmones, sintiendo la
presión, con dolor, con angustia muchas veces, durante toda la semana, seguir
asistiendo al circo pero de otra manera.
Mi
cigarro se apagó, supongo que yo tampoco estoy acá a pesar de estarlo; es
momento de caminar la histeria de la noche de esta ciudad.
La
ciudad sigue donde la dejé, pidiéndole que no se fuera, cuando entré al bar
algunas horas atrás, cuando Sofía y yo nos mirábamos a la cara, nos besábamos
los ojos con cada cruce de miradas, cuando los demás seguían junto a nosotros,
por más que apenas si eran perceptibles de alguna forma, fuera como siluetas
difusas de una realidad achicada por la mente.
No
siendo Teseo, no teniendo un hilo y no siendo Sofía, Ariadna, la decisión es
real: una esquina o la otra, dos caminos distintos para recorrer en este
laberinto.
Será
Las Heras, con su trazado de borrachos, quebrando el vector en algunas
esquinas, el camino a tomar de vuelta a casa; el sur y Patricios serán otra
vuelta, esta noche la estrella apunta al norte.
Todo
el barrio quiere ser París, pero apenas si es un decorado que sobró de alguna
película francesa y que algún bourgeois
gentilhomme le donó a la ciudad para que pusieran su nombre en alguna plaza
o lo eximieran de pagar tal o cual impuesto a la propiedad; la Recoleta
pretende ser una sucursal de la luz en este rincón oscuro del mundo y termina
siendo solo un manotazo de ahogado de la variante sudamericana de occidente,
que recurrió una vez más a la civilización por traspolación, por copy & paste; esnobismo primigenio
de la [no]-
inteligentzia oligárquica.
Entre
el camino de empedrado de la avenida se dejan ver los rieles fósiles de la
vieja Buenos Aires con tranvías en sus calles, son el registro lítico de otra
época de la humanidad; de ladrones honrados, según los viejos, del país en serio
que se ha perdido.
Desde
la puerta de un banco me piden un cigarro; por la hora que es, supongo que no
es un empleado que salió a descargar la bronca de la jornada, no es un cliente
enojado con la cantidad de requisitos administrativos que lo frustran, no es el
guardia de seguridad que si entro me hará sacarme los auriculares y me mirará
desafiante siendo el hombre de capa y espada dispuesto a defender esa ciudadela
financiera, símbolo del dulce estancamiento evolutivo que prefiere la naturaleza
humana antes que el desarrollo pleno de sus fuerzas mentales; es un tipo que
duerme delante de la puerta del banco en esta noche fría, tan dramática como
cualquiera, en la reina del Plata.
El
cigarro cambia de mano, el encendedor también, sus ojos brillan bajo la luz del
cartel azul y blanco del Banco Ciudad; la vida se le suaviza en cada pitada,
pero el cigarro terminará y todo volverá al momento en que todo vuelve a tener
la forma que le corresponde, donde el hambre y la locura son dos enfermedades
que la sociedad crea y niega.
En
las cuadras que separan a Las Heras de Del Libertador, uno puede sentirse dentro
de un vórtice espacio-temporal que lo conecta al modelo original de todo lo que
se ha intentado copiar; lo mismo sucede en Puerto Madero, el gueto financiero
de la ciudad, reducto porteño del nuevo mundo ciberpunk en el que tan confiados estamos entrando.
Frente
al Parque Las Heras, mientras paso caminando oigo a un grupo de pibes que
felicitan a uno de sus amigos por su auto nuevo; la felicitación no está
enfocada en reconocer todo el fuerzo, que pudo haber hecho, para conseguirlo,
las largas horas de trabajo y los sacrificios que realizó para lograr tener su
propio auto, uno más de tanto; sino que los halagos giran alrededor del valor
estético y de conquista que le sumará la posesión del auto a ese pibe, a su
amigo.
Tener
un auto vale más que leer un libro en esta sociedad, eso lo sé y no pretendo
quejarme inútilmente sobre el asunto; la cuestión está en ver qué significa el
auto, ver cómo esa cosa de metal, tan artefacto como una licuadora solo que
forma distinta, posee a los ojos de cualquiera más valor estético que práctico;
tener o no un auto es estar en cierto punto de una escala de jerarquía basada
en la posesión de bienes materiales que lo eleven a uno dentro de la escala,
por eso no importa que tan bien funcione –eso solo le importa a los que saben y
sienten pasión por los autos, cosa curiosa si las hay a mi entender- si no qué
auto sea; en este sentido, tener un BMW o tener Renault, por más que en ambos
casos se cuenten con cuatro ruedas, un motor, asientos, un volante y el resto
de la parafernalia necesaria o no para el funcionamiento mecánico del concepto
“automóvil”, marca diferencia estando en un lugar o en otro.
En
el momento en que uno se planeta, perteneciendo a los sectores medios de la
sociedad, no entrar en ese juego de competencia en una escala regida por
valores estéticos más que funcionales, el mundo se da vuelta contra uno;
incluso decir que a uno no le interesa manejar, que no le interesa tener un
auto, genera cierto escozor en ciertas personas; la gran pregunta no es ¿para
qué tener un auto en Buenos Aires? Una ciudad que aun si tuviera la mitad de
autos que tiene hoy en día circulando por sus calles, avenidas y escazas autopistas,
seguiría colapsada, sino en verdad, ¿para qué tener un auto?
En
términos generales, en cuanto uno comienza a bromear con la escala de valores
simbólicos que rigen a las sociedades como las nuestras, capitalistas y
occidentales, informatizadas, en cuanto al marco general, subdesarrolladas,
pero no cualquiera, latinoamericanas, sudorosas pero un tanto australes, en un
contexto un tanto más reducido y, por último, urbanas en lo particular,
porteñas –con todas las particularidades urbanas y espirituales, por llamarlas
de algún modo, de la vida en las ciudades portuarias del continente sur- los
dispositivos mentales de control, que se encuentran en las mentes de todos
nuestros amigos, familiares y de nosotros también, se activan y, cual “Alarma
de pensamiento independiente” simpsoniana, el resto de los seres que nos rodean
comienzan a vernos con otros ojos.
Caminando,
dejando un rastro fino con el humo del cigarro que armé mientras el semáforo
estaba en rojo, escuchando la Cinematic Orchestra y su Oda al gran mar, con el rostro de Sofía viniendo a la superficie de
mi laguna mental por momentos, va pasando la noche sobre la Avenida Las Heras,
luminosa, agitada, borracha y quebradiza, de grandes edificios y también
parques, largo camino que conecta el norte y el sur, como bien lo deja claro el
recorrido de los bondis que por ella pasan, durante el día y la noche,
transportando cosas que la mayoría de las veces tienen forma humana.
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