jueves, 9 de mayo de 2013

Hasta que llegue el bondi (I)


Todo empezó con el sonido de un cigarro que se enciende –mientras tenía los ojos cerrados pude ver dentro de mi cabeza, entre la meditación oscura y la sed de tantas cosas juntas, de ese momento, al oír que sacaba un cigarro del paquete, que tomaba el encendedor y que el tenso pulgar de la mano izquierda de Sofía hacía girar la ruedita -esa que odio tan intensamente cuando se traba-, el tabaco encendiéndose dentro del cigarro, su cálida luz aumentando, al inhalar, hasta parecer una estrella en el cosmos encerrado que tengo en la cabeza, mientras todavía el fuego del encendedor no se había separado del cigarro y por su boca, Sofía, como siempre lo hace, respira fuego; con mis ojos entreabriéndose y la luz de un azul pálido, que colgaba por sobre el box en el que nos encontrábamos, de esa forma se dio el nuevo comienzo de la noche.

Tomé un poco de tabaco del paquete de Pueblo, un lillo y un pequeño filtro y comencé mi labor de artesano de mis propios vicios; con el hábito y el paso del tiempo, uno desarrolla un estilo propio de armado, un procedimiento y una técnica propia de la construcción de algo mucho más complejo que un cigarro, pero meticulosa y paciente al fin; al principio uno es torpe, no sabe cuánto tabaco utilizar, pierde el lillo entre sus propios dedos, el filtro parece gigante y hasta le dan ganas a uno de fumarse un Gitanes y tirar todo a la mierda, pero uno sigue, encuentra la manera de poner el lillo entre los dedos, de medir con los ojos el tabaco que toma con los dedos y de ubicar el filtro, encuentra la manera de hacerlo girar delicadamente sobre la punta de los dedos, sin que se caiga, asegurándose de que las puntas inferiores se enrollen bajo la capa superior del papel, pegándolo delicadamente luego de pasar la lengua, no demasiado húmeda sobre el borde con pegamento; casi tan delicado como, espasmo tras espasmo, entre contracción muscular y jadeo liberador, como aprender a tocar el cuerpo de Sofía.

Sus ojos claros, de un celeste lechoso bajo la luz sobre nosotros, de una profundidad abisal, el par de cosas que más desearía ver cada mañana al despertar, siguen al costado de su nariz, nada cambió en su rostro desde que cerré los míos.

Su mirada está perdida entre los rastros de humo que suben por el aire, buscando algo que perdió hace ya mucho tiempo, que no sé qué es, y creo que ella tampoco, pero que busca en todos lados, a todo momento.

Se mastica, casi sin notarlo, la uña del pulgar izquierdo, su mente vuela, no creo que tenga combustible para la vuelta;  Waits es lo único que podría sonar para hacer de este momento, de toda la situación en este bar, en este box, entre el huno de los cigarros, entre las miradas que no se encuentran porque, simplemente en este momento no lo desean, un simple y extraño entramado de redundancias y alguien allá delante, donde la gente disfruta de lo que sea, lo pone.

Siempre deteste que la gente convirtiera en rituales cuasi religiosos sus salidas de fin de semana; la fabricación de una rutina del ocio, de una banalización del dejar salir el aire que uno aguanta dentro de los pulmones, sintiendo la presión, con dolor, con angustia muchas veces, durante toda la semana, seguir asistiendo al circo pero de otra manera.

Mi cigarro se apagó, supongo que yo tampoco estoy acá a pesar de estarlo; es momento de caminar la histeria de la noche de esta ciudad.

La ciudad sigue donde la dejé, pidiéndole que no se fuera, cuando entré al bar algunas horas atrás, cuando Sofía y yo nos mirábamos a la cara, nos besábamos los ojos con cada cruce de miradas, cuando los demás seguían junto a nosotros, por más que apenas si eran perceptibles de alguna forma, fuera como siluetas difusas de una realidad achicada por la mente.

No siendo Teseo, no teniendo un hilo y no siendo Sofía, Ariadna, la decisión es real: una esquina o la otra, dos caminos distintos para recorrer en este laberinto.

Será Las Heras, con su trazado de borrachos, quebrando el vector en algunas esquinas, el camino a tomar de vuelta a casa; el sur y Patricios serán otra vuelta, esta noche la estrella apunta al norte.

Todo el barrio quiere ser París, pero apenas si es un decorado que sobró de alguna película francesa y que algún bourgeois gentilhomme le donó a la ciudad para que pusieran su nombre en alguna plaza o lo eximieran de pagar tal o cual impuesto a la propiedad; la Recoleta pretende ser una sucursal de la luz en este rincón oscuro del mundo y termina siendo solo un manotazo de ahogado de la variante sudamericana de occidente, que recurrió una vez más a la civilización por traspolación, por copy & paste; esnobismo primigenio de la [no]-
inteligentzia oligárquica.

Entre el camino de empedrado de la avenida se dejan ver los rieles fósiles de la vieja Buenos Aires con tranvías en sus calles, son el registro lítico de otra época de la humanidad; de ladrones honrados, según los viejos, del país en serio que se ha perdido.

Desde la puerta de un banco me piden un cigarro; por la hora que es, supongo que no es un empleado que salió a descargar la bronca de la jornada, no es un cliente enojado con la cantidad de requisitos administrativos que lo frustran, no es el guardia de seguridad que si entro me hará sacarme los auriculares y me mirará desafiante siendo el hombre de capa y espada dispuesto a defender esa ciudadela financiera, símbolo del dulce estancamiento evolutivo que prefiere la naturaleza humana antes que el desarrollo pleno de sus fuerzas mentales; es un tipo que duerme delante de la puerta del banco en esta noche fría, tan dramática como cualquiera, en la reina del Plata.

El cigarro cambia de mano, el encendedor también, sus ojos brillan bajo la luz del cartel azul y blanco del Banco Ciudad; la vida se le suaviza en cada pitada, pero el cigarro terminará y todo volverá al momento en que todo vuelve a tener la forma que le corresponde, donde el hambre y la locura son dos enfermedades que la sociedad crea y niega.

En las cuadras que separan a Las Heras de Del Libertador, uno puede sentirse dentro de un vórtice espacio-temporal que lo conecta al modelo original de todo lo que se ha intentado copiar; lo mismo sucede en Puerto Madero, el gueto financiero de la ciudad, reducto porteño del nuevo mundo ciberpunk en el que tan confiados estamos entrando.

Frente al Parque Las Heras, mientras paso caminando oigo a un grupo de pibes que felicitan a uno de sus amigos por su auto nuevo; la felicitación no está enfocada en reconocer todo el fuerzo, que pudo haber hecho, para conseguirlo, las largas horas de trabajo y los sacrificios que realizó para lograr tener su propio auto, uno más de tanto; sino que los halagos giran alrededor del valor estético y de conquista que le sumará la posesión del auto a ese pibe, a su amigo.

Tener un auto vale más que leer un libro en esta sociedad, eso lo sé y no pretendo quejarme inútilmente sobre el asunto; la cuestión está en ver qué significa el auto, ver cómo esa cosa de metal, tan artefacto como una licuadora solo que forma distinta, posee a los ojos de cualquiera más valor estético que práctico; tener o no un auto es estar en cierto punto de una escala de jerarquía basada en la posesión de bienes materiales que lo eleven a uno dentro de la escala, por eso no importa que tan bien funcione –eso solo le importa a los que saben y sienten pasión por los autos, cosa curiosa si las hay a mi entender- si no qué auto sea; en este sentido, tener un BMW o tener Renault, por más que en ambos casos se cuenten con cuatro ruedas, un motor, asientos, un volante y el resto de la parafernalia necesaria o no para el funcionamiento mecánico del concepto “automóvil”, marca diferencia estando en un lugar o en otro.

En el momento en que uno se planeta, perteneciendo a los sectores medios de la sociedad, no entrar en ese juego de competencia en una escala regida por valores estéticos más que funcionales, el mundo se da vuelta contra uno; incluso decir que a uno no le interesa manejar, que no le interesa tener un auto, genera cierto escozor en ciertas personas; la gran pregunta no es ¿para qué tener un auto en Buenos Aires? Una ciudad que aun si tuviera la mitad de autos que tiene hoy en día circulando por sus calles, avenidas y escazas autopistas, seguiría colapsada, sino en verdad, ¿para qué tener un auto?

En términos generales, en cuanto uno comienza a bromear con la escala de valores simbólicos que rigen a las sociedades como las nuestras, capitalistas y occidentales, informatizadas, en cuanto al marco general, subdesarrolladas, pero no cualquiera, latinoamericanas, sudorosas pero un tanto australes, en un contexto un tanto más reducido y, por último, urbanas en lo particular, porteñas –con todas las particularidades urbanas y espirituales, por llamarlas de algún modo, de la vida en las ciudades portuarias del continente sur- los dispositivos mentales de control, que se encuentran en las mentes de todos nuestros amigos, familiares y de nosotros también, se activan y, cual “Alarma de pensamiento independiente” simpsoniana, el resto de los seres que nos rodean comienzan a vernos con otros ojos.

Caminando, dejando un rastro fino con el humo del cigarro que armé mientras el semáforo estaba en rojo, escuchando la Cinematic Orchestra y su Oda al gran mar, con el rostro de Sofía viniendo a la superficie de mi laguna mental por momentos, va pasando la noche sobre la Avenida Las Heras, luminosa, agitada, borracha y quebradiza, de grandes edificios y también parques, largo camino que conecta el norte y el sur, como bien lo deja claro el recorrido de los bondis que por ella pasan, durante el día y la noche, transportando cosas que la mayoría de las veces tienen forma humana.

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